jueves, 2 de septiembre de 2010
PONENCIA: HETERESEXUALIDAD PROSTITUCIÓN Y TRABAJO
“PRIMERAS JORNADAS NACIONALES ABOLICIONISTAS SOBRE PROSTITUCIÓN Y TRATA DE MUJERES NIÑAS/OS”
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS - UBA – 4 Y 5 DE DICIEMBRE DE 2009
PONENTE:
Magui Bellotti
Feminista, lesbiana, abogada. Es integrante de la agrupación feminista Asociación de Trabajo y Estudio de la Mujer (ATEM) “25 de Noviembre”, que a su vez forma parte de la Campaña “Ni una Mujer Más Víctima de las Redes de Prostitución”. Integra la Comisión de Redacción de la revista feminista “Brujas” y ha publicado artículos en revistas argentinas y de otros países. Ha participado en la organización del Primer Encuentro Nacional de Mujeres (Buenos Aires, 1986) y de las primeras y segunda Asamblea Nacional de mujeres Feministas (Mar del Plata 1990 y Tandil 1992), en la Multisectorial de la Mujer hasta principios de los años 90, en la Asamblea Raquel Liberman-Mujeres contra la Explotación Sexual, de Vecinas y Vecinos por la Convivencia, entre otros.
PONENCIA:
La normativa heterosexual recorre todas nuestras vidas y atraviesa las distintas manifestaciones sociales, científicas y culturales. Para las mujeres significa, entre otras cosas, matrimonio, maternidad obligada, prostitución; en síntesis, subordinación a las “necesidades” económicas, sociales, políticas y sexuales de los varones.
En un lúcido ensayo de los años 80, titulado “Heterosexualidad obligatoria y existencia lesbiana, la feminista y poeta norteamericana Adrienne Rich, define a la heterosexualidad obligatoria como una institución de poder, como un terreno de conquista del dominio masculino. Plantea que la heterosexualidad, al igual que la maternidad, “necesita ser reconocida y estudiada como una institución política –incluso, o especialmente- por quienes sientan en su experiencia personal ser los precursores de una nueva relación sexual entre los sexos” (1).
Enumera una serie de características del poder masculino en distintas sociedades, que van desde situaciones de violencia manifiesta como la cliteroctomía e infibulación, el castigo a la sexualidad lesbiana, que incluye la muerte, la violación y malos tratos, la prostitución, la prohibición del aborto, hasta los mecanismos ideológicos de aleccionamiento social de las mujeres, como el idilio heterosexual, la idea de que el impulso sexual masculino equivale a un derecho, los dictados de la moda, entre otros.
Nos dice que, “al examinar este esquema lo que llama la atención…es que nos enfrentamos, no a un simple mantenimiento de la desigualdad y la posesión de la propiedad, sino a un penetrante complejo de fuerzas que va desde la brutalidad física hasta el control de la conciencia, y que hace pensar en la existencia de un enorme potencial de fuerzas contrarias que se pretende controlar” (2). Este complejo de fuerzas ha determinado que las mujeres hayan sido convencidas de que el matrimonio y la orientación sexual hacia los hombres son inevitables, aun cuando puedan constituir “componentes insatisfactorios u opresivos en sus vidas” (3).
Es claro, entonces, desde esta perspectiva, que la normativa heterosexual es intrínseca a la opresión de las mujeres y se constituye en “un medio de asegurar el derecho masculino de acceso físico, económico y emocional” a las mismas (4).
La institución de la heterosexualidad define también la masculinidad y femineidad, como atributos “naturales” y a-históricos, atribuyendo la fuerza, la inteligencia y el poder a la primera y la sumisión, los sentimientos y la entrega a los demás a la segunda.
En la institución de la prostitución, en la que las mujeres y las niñas constituyen la mayoría absoluta de las explotadas y los varones la casi totalidad de los prostituyentes (mal llamados “clientes”), se ven reafirmadas estas diferencias socialmente construidas. El varón es el que tiene el poder del dinero para comprar cuerpos de mujeres y niñas. Es también aquel cuya demanda es el motivo de la existencia de la prostitución y tiene el derecho de imponer las prácticas que se le requieren a la mujer prostituida. El proxeneta la contacta, la “enamora”, la secuestra o se aprovecha de su necesidad y luego la “prepara” para que cumpla con la función que se le atribuye. La mujer es la que tiene que poner su cuerpo al servicio del placer-poder ajeno o de su goce. Su función es servir a una supuesta “necesidad irresistible” de los varones, someterse a una sexualidad masculina construida sobre la dominación, que transforma a la mujer en una cosa a ser usada.
Kahleen Barry, en su libro “Esclavitud sexual de la mujer” (5), señala cómo la heterosexualidad obligatoria simplifica la tarea del proxeneta y el fiolo. Enamorar a su víctima es una de las principales tácticas del fiolo, que luego puede explotarla directamente o venderla o alquilarla a un prostíbulo o a una red de prostitución. La ideología del idilio heterosexual es un hábil instrumento en manos del mismo, ya que crea las condiciones para la creencia en las promesas amorosas del explotador y produce en la mujer una resignada aceptación de su sometimiento. A esto se une la ya señalada idea, más universal aún que la del amor romántico que podríamos circunscribir a lo que se ha dado enllamar “occidente”, de la primacía e incontrolabilidad del impulso sexual masculino, que justifica la prostitución como un supuesto cultural universal.
Estos supuestos, que naturalizan y convierten en a-histórica la institución de la prostitución, están presentes en los distintos sistemas reglamentaristas, tanto los “tradicionales”, que sostienen que la prostitución es un mal necesario, como los actuales, que la consideran un trabajo libremente elegido.
Prostitución, libre elección y trabajo
La falacia de la libre elección
En esta fase de mundialización del patriarcado capitalista, la masividad de la prostitución ha llegado a niveles desconocidos, extendiendo así el dominio de la heterosexualidad normativa y del capital sobre los cuerpos de las mujeres y niñas.
La tendencia del capitalismo a convertir todo lo existente en mercancía, incluso la sexualidad, la intimidad y la subjetividad, ha alcanzado en esta etapa una realización plena, que ha pulverizado el mundo de “lo privado”, pero no en el sentido feminista de cuestionar las relaciones de poder en ese espacio aparentemente neutro, sino en el de convertir en espectáculo y en “libertad” esas propias relaciones opresivas.
La idea de la prostitución como un “trabajo libremente elegido”, merece un análisis en este contexto, que exige distinguir los dos términos que componen esta afirmación: trabajo y libre elección, ya que uno no presupone necesariamente la otra.
La libertad de decidir sobre nuestros cuerpos y vidas, a la vez exigencia y afirmación feministas, ha sido cooptada y transformada en su contrario: la “libertad” de “elegir” la propia opresión. Desde esta perspectiva, se puede optar libremente por ser esclavo/a, ser explotado/a, ser prostituida.
La violencia de la prostitución es convertida en el derecho de las mujeres a decidir sobre nuestros cuerpos, colaborando son la cosificación y mercantilización de los mismos. Se supone que una mujer prostituida elige esa situación sin ningún condicionamiento y contrata “libremente” con el cliente la prestación de un servicio.
Esta idea ultraliberal de libertad hace caso omiso de las condiciones sociales, económicas, culturales, en que una mujer ingresa –o es ingresada- a la prostitución. Pasa de largo sobre cómo nos constituye la institución de la heterosexualidad.
Reivindica un concepto de contrato, de existencia imposible entre personas que están separadas por desigualdades sociales y sexuales. El contrato, desde esa perspectiva, supone igualdad entre las partes y consentimiento sin vicios que lo limiten o anulen.
Pero, cuando existe desigualdad de clase, desigualdad sexual, o de otra naturaleza, ese contrato “libre” es sólo una ficción, en cuya base está la explotación, la opresión y el sometimiento. Como señala Carole Pateman, refiriéndose a los contratos de empleo, matrimonio, esclavitud civil o prostitución, “el contrato siempre genera el derecho político en forma de relaciones de dominación y de subordinación” (6)
Los que propugnan esta forma de “libre elección”, olvidan además la extensión y la violencia de fiolos, proxenetas, redes de prostitución. Identifican libertad con “libertad de mercado” y dan así por hecha una libertad que aún no hemos logrado y que está siendo construida precisamente por la resistencia y la lucha por liberarnos de las cadenas que nos oprimen, desde la familia patriarcal a la prostitución, desde las imposiciones religiosas represivas a las imposiciones mediáticas de cosificación de la sexualidad.
En realidad, la libertad que se reivindica es la libertad de prostituir: la del prostituyente (“cliente”), la del fiolo, la del proxeneta, la de las mafias de la prostitución
No se construye libertad ajustando las cadenas. No se construye libertad cambiándole de nombre a la opresión.
¿Un trabajo como cualquier otro?
En cuanto a considerar trabajo a la prostitución, abordaré primeramente al trabajo tal como existe actualmente, para luego referirme al trabajo como forma de realización humana.
Todas las sociedades patriarcales y de clases, han contado y cuentan con una población mayoritaria que trabaja al servicio de una minoría que se enriquece con el trabajo ajeno. Esclavos/as, siervos/as, trabajadoras/es asalariada/os, esposas-amas de casa, empleadas/os, etc.
En el patriarcado capitalista, el trabajo asalariado constituye la principal forma de trabajo –no la única- . El capital es precisamente el trabajo acumulado de millones de personas. El trabajador/la trabajadora, vende su fuerza de trabajo, su mercancía, a un empleador a cambio de un salario, que será su medio de vida. Ni las materias primas ni el producto de su trabajo, le pertenecen. Este producto no es necesariamente un objeto material; puede ser un producto cultural o un servicio. Está alienado/a tanto del producto de su trabajo, que es ajeno como de su propia actividad, que pertenece y aprovecha a otro.
En la prostitución, a diferencia del trabajo, el cuerpo de la mujer es la materia prima y el producto mismo. No hay algo externo a ella, que constituya el producto de su trabajo del cual es alienada.
En la institución de la prostitución se combinan, en la mayor parte de los casos, pobreza y desigualdad sexual, explotación económica y explotación sexual. Proxenetas, redes de prostitución, fiolos, policías, funcionarios, Estados, etc., extraen ganancias económicas de la explotación de las mujeres en prostitución. Pero la explotación sexual es algo más que la explotación económica: es el cuerpo de las mujeres puesto en el mercado, es la intimidad como mercancía, es la imposición del placer y la sexualidad ajena, es la falta de mediación entre los cuerpos, es la sustitución del intercambio sexual (inexistente, pues sólo el placer-poder del “cliente” importa) por intercambio económico (en el que la mayor parte de las veces el beneficio no llega a las mujeres).
Por otra parte, el empleador, el capitalista, tiene el derecho de organizar el trabajo del/la obrero/a, es decir que ejerce control sobre la persona y el cuerpo del trabajador/a durante el tiempo en que está en su empleo. La propiedad de la fuerza de trabajo no puede separarse de la persona. De igual forma, el cliente tiene el “mando sobre el uso de la persona y el cuerpo” de las mujeres en prostitución mientras dura la prestación del servicio sexual que se le requiere.
Pero, a diferencia del “cliente”, el capitalista no tiene ningún interés intrínseco en el cuerpo del obrero/a, sino que le interesa en la medida en que produce bienes y le da beneficios. El “cliente”, en cambio, tiene un solo interés: el cuerpo de la mujer y el acceso sexual al mismo.
En ninguna forma de trabajo el mismo puede separarse del cuerpo, pero sólo en la prostitución el comprador obtiene derecho unilateral al uso sexual del cuerpo de una mujer. El control que ejerce el empleador es un control mediado por la organización de la producción, el tiempo de trabajo, los ritmos de producción, etc. En cambio, el “cliente”-prostituyente le impone su cuerpo, su sexualidad y su placer a la mujer prostituida, sin ninguna mediación entre los cuerpos. Como señala Fontenla, lo que en un trabajo se consideraría abuso sexual, aquí forma parte de la naturaleza misma de la prestación que realiza la mujer. ¿Podría una mujer prostituida acudir a las leyes de acoso o de abuso sexual en el trabajo? ¿Con qué parámetros se mediría, si lo que realiza el prostituyente en su cuerpo es precisamente aquello que constituye el objeto mismo de la relación de prostitución? (7)
La existencia actual, en algunos lugares, de una legislación que aborda y sanciona el acoso sexual en el trabajo, es el efecto de una situación previa, que establece una diferencia entre el trabajo de hombres y mujeres. No se trata sólo del desequilibrio, favorable a los varones, entre las remuneraciones de unos y de otras, ni únicamente del hecho de que las mujeres estén situadas mayoritariamente en trabajos mal pagos y considerados “femeninos”: enfermeras, servicio doméstico, secretarias, maestras, etc. Se trata de esto y de algo más, íntimamente relacionado y que incluso contribuye a producir y reproducir esta situación: la sexualización del trabajo. En este sentido, Catherine Mackinnon, señala que “la sexualidad de la mujer es una parte del trabajo” (8). Promocionar su atractivo sexual suele ser parte de los requerimientos en actividades desempañadas por mujeres. Pero, además, las mujeres atraviesan experiencias de vejación sexual en sus trabajos, que contribuyen a perpetuar, al decir de Mackinnon, “la estructura entrelazada a través de la cual las mujeres han sido mantenidas en el fondo del mundo laboral” (9).
Esta forma de disciplinamiento, que expresa las relaciones patriarcales en el mundo del trabajo, ha generado la resistencia de las mujeres, que ha dado lugar a las luchas de las mismas contra la violencia sexual laboral y a la adopción de diversas medidas, entre las cuales se cuentan las leyes antes mencionadas. Precisamente el poder separar las capacidades específicas que requiere el trabajo para el que han sido contratadas, de los requerimientos sexuales que se les formulan, les ha permitido comenzar a contrarrestarlos. Esto, como lo hemos señalado, es imposible en la prostitución, porque soportar vejaciones sexuales es la actividad misma.
Pero otra parte, aunque en todo trabajo está comprometida la subjetividad, en la prostitución lo está de una manera más profunda. Existe una relación inescindible entre cuerpo y subjetividad, entre cuerpo y sexualidad. La identidad no se agota en la sexualidad, pero la sexualidad es una parte fundamental e inseparable de la construcción
de identidad. La identidad sexual está asimismo marcada por la masculinidad y la femineidad socialmente construidas, es decir por la desigualdad jerárquica entre los sexos.
La relación integral entre cuerpo y subjetividad hace que las mujeres prostituídas, para su auto protección, deban escindirse en el momento del uso sexual. “pensar en otra cosa, “estar en otra parte”. La prostitución, la compra de los cuerpos de mujeres, daña a estas últimas de una manera muy distinta a la del trabajo, asalariado o no.
El daño físico y psíquico que produce es un motivo más para inscribir a la prostitución dentro de las distintas formas de violencia contra las mujeres, basada precisamente en la construcción de una sexualidad fundada en el dominio masculino y la sumisión femenina.
La misma división que se realiza entre prostitución infantil y adulta, a la que también adhieren las tendencias actuales que abogan por la consideración de la prostitución como un trabajo libremente elegido, situando a la primera en el campo del delito, muestra la falacia de la concepción que sustentan. Si bien en el campo del trabajo se distingue entre trabajo infantil y adulto, estableciendo distintas edades de corte (en nuestra legislación el trabajo está prohibido hasta los 16 años), se promueve la preparación educativa de niñas y niños para sus futuros trabajos: escuelas técnicas, comerciales, de magisterio, etc. Incluso la misma alfabetización se vincula a la idea del/la trabajador/a futuro/a. Si llevaran sus ideas de trabajo y libre elección asociadas a la prostitución, a sus últimas consecuencias, tendrían entonces que pensar en un aprendizaje para niñas y niños del “oficio” de la prostitución, lo que lo sacaría del campo del delito para ingresar al de la educación. Como se pregunta Fontenla: “¿cuáles serían estos cursos de aprendizaje de las niñas? ¿secundarios con orientación servicio sexual? ¿Dónde se harían las prácticas? ¿Con los padres? ¿Con los tíos? ¿Con los abuelos? ¿Con los maestros?. (10)
¿De qué derechos humanos nos hablan? ¿Del derecho de los varones prostituyentes de usar y abusar de las mujeres y niñas? ¿Del derecho a traficarlas para la prostitución?. A este respecto, cabe señalar que se calcula que alrededor de 4.000.000 de mujeres y niñas son ingresadas anualmente a la prostitución,.
A la luz de todo esto, distinguir entre prostitución infantil y adulta, entre forzada y libre, entre trata consentida y forzada, es una falacia, que oculta la violencia misma de la explotación sexual.
El trabajo libre y la prostitución
Abordaremos ahora la idea del trabajo libre de las cadenas de la alienación y, por ende, de la explotación y la opresión.
El trabajo es la actividad vital conciente a través de la cual el ser humano elabora el mundo objetivo que produce su propia vida genérica (es decir, su vida como género humano) y se reconoce en el mundo que ha creado.
El trabajo, entonces, crea mundo, cultura, sociedad, relación entre seres humanos.
¿Cuál es el mundo, la cultura, la sociedad, las relaciones humanas, que crea la prostitución?. No es necesario imaginarlo. Esta aquí, en las tarjetas ofreciendo mujeres que se encuentran en los teléfonos públicos de las calles de Buenos Aires, o que se reparten en mano a los hombres que pasan, en los prostíbulos que bajo diversos nombres encontramos en cualquier calle o ruta, en numerosos y populares programas y publicidades televisivas que ofrecen los cuerpos de mujeres, varones y niños/as (sobre todo mujeres) como productos en venta, en Internet, en los celulares, en las mujeres prostituidas en las calles o en prostíbulos, en las secuestradas, en las desaparecidas, en las engañadas por un aviso de empleo, en las que no ven otro medio de vida que la prostitución.
Este es un mundo donde las personas se transforman en cosas y en medios para las otras personas. Reconocer la prostitución como trabajo libremente elegido consolida y reproduce este mundo, lo amplifica, lo legitima. Reconocer la prostitución como trabajo es promoverla y presentarla como opción posible y deseable para las niñas, adolescentes y mujeres.
En esta expansión, en esta apología y naturalización de la prostitución, confluyen las fuerzas de la explotación económica y de la explotación sexual, del mercado y de la heterosexualidad obligatoria. Se trata de un negocio de miles de millones de dólares y de una consolidación del poder masculino sobre las mujeres.
Para que en cada individuo se realice la humanidad, para que el trabajo sea libre y para que individuo y género humano no se opongan como antagónicos, para que cada ser humano sea un fin y no un medio para otro ser humano, se requiere algo más que la abolición del trabajo asalariado; se requiere abolir la opresión de las mujeres, la heterosexualidad obligatoria, la explotación sexual. Se requiere un mundo libre de prostitución, de violencia, de explotación, de discriminación y de opresión.
Buenos Aires, diciembre de 2009
Notas:
(1) Adrienne Rich: “Heterosexualidad obligatoria y existencia lesbiana”, revista “Brujas” Nº 1’0, Ps. 21 y sigs. y Nº 11, Ps. 20 y sigs., artículo reproducido de la publicación de la revista “Nosotras que nos queremos tanto”, editada en noviembre de 1985 por El colectivo de Lesbianans Feministas de Madrid.
(2) Ibid.
(3) Ibid.
(4) Ibid.
(5) Kathleen Barry: “Esclavitud sexual de la mujer”, Editorial La Sal, ediciones de les dones, Barcelona, España, 1987 (edición traducida al castellano).
(6) Carole Pateman: “El contrato sexual”, Edito. Anthropos, Universidad Autónoma Metropolintana, México, 1995.
(7) Marta Fontenla, “La prostitución, las mujeres y la ley”, revista “Brujas” Nº 26, ps. 37 y sigs.
(8) Catherine A. Mackinnon, “Sexual Harrament of Working women: A Case os Sex Discrimination”, New Haven, Conn, Yale University Press, 1979, ps. 15.16
(9) Ibid., p. 174
(10)Marta Fontenla, artículo citado en nota 7
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